jueves, 9 de julio de 2015

COMPAS 102



Durante la primera pausa del ensayo, mientras orinaba, me sobresaltó un gemido procedente de uno de los retretes. No había nadie más en los lavabos, a excepción de aquel sollozo ahogado tras la puerta del excusado, y apresuré mi tarea para escapar de la incomodidad. Un segundo gemido, justo antes de salir al pasillo, me detuvo. Escuché. Siguieron más sollozos y algunas palabras incomprensibles, emitidas con voz quebrada, que no revelaban esfuerzo físico sino impotencia y rabia contenida; un lamento similar al que a veces se oye en los velatorios, cuando los difuntos son jóvenes o niños.Obligado por la curiosidad, esperé junto a la máquina de café, con la vista fijada en la puerta de los servicios, y al poco vi salir a un hombre corpulento y calvo, de aspecto eslavo, que por la edad pudiera ser mi padre. No parecía nervioso ni turbado, pero sus ojos ardían como ascuas. Era Andrei, mi compañero de atril en la orquesta.

Han pasado veinticinco años desde el episodio en los lavabos del teatro. En aquel periodo de mi vida, todavía estaba activo en mí ese mecanismo interno que permite abrirnos a lo nuevo, a cualquier cosa que parezca ayudarnos a comprender el galimatías de la existencia. El incidente de Andrei – o “incidente del compás 102”, como me gusta recordarlo -, cuya primera escena acabo de describir, es una de esas experiencias de juventud que, de algún modo, condicionaron mi visión del mundo.

Yo acababa de graduarme, y aunque vivía con mis padres, procuraba ganar algún dinero colaborando puntualmente con cualquier orquesta que me ofreciese la oportunidad. Fue así como conocí a Andrei, uno de tantos músicos del este, llegados en oleada tras la caída del muro, y afincados en un país a tres mil kilómetros de su lugar de nacimiento.

Andrei era un viejo lobo de envidiable profesionalidad, adusto pero cortés, y aunque me doblaba en edad y experiencia,  nunca me sentí incómodo trabajando a su lado. Ambos compartíamos a menudo, en insólita simbiosis, un atril en la tercera línea de los segundos violines. Ignoro si tenía o no familia.

El día del suceso en los retretes, se iniciaban los ensayos de una producción fuera de temporada, bajo la batuta de un director invitado - leyenda viva en el Olimpo musical de la desaparecida Unión Soviética - que ofrecía su última gira desde la silla de ruedas, antes de extinguirse por completo. El maestro – un anciano obeso, de mirada remota y labios amargos, embutido en una camisa hawaiana – fue instalado sobre el podio, en su trono rodante, y tras una breve salutación, levantó la varita mágica.

Siempre he sido escéptico respecto a los directores carismáticos, cuya supuesta presencia magnética consigue hechizar a los profesores de la orquesta, pero lo cierto es que la estampa de aquel anciano,  inmóvil como un reptil, contemplándonos desde la cumbre antes de dar la primera entrada, me pareció sobrecogedora. Más tarde, en el transcurso del ensayo, observé que mis colegas y yo sucumbíamos progresivamente a la hipnosis de sus ojos grises y su gesto pesado, hasta caer en un sueño colectivo donde cada cual era pieza imprescindible de un proyecto heroico. Durante un instante especialmente intenso, me pareció percibir que el sonido de la orquesta no surgía de nuestros instrumentos sino de su vientre floreado, y quise escapar de la alucinación, pero en el momento en que resonaba el último acorde, tuve que admitir, perplejo y derrotado, que aquel hombre era un músico extraordinario, acaso un genio .en su disciplina.

Al finalizar la jornada, mientras guardábamos el violín en el estuche, me aventuré a preguntar a Andrei si le había gustado el ensayo. Él me miró con cierta desconfianza y se mantuvo paralizado durante unos segundos; reacción comprensible, dado que más allá del saludo, apenas nos dirigíamos la palabra. Después rompió la inmovilidad y declaró “gran maestro, gran maestro”, asintiendo con la cabeza repetidamente. En realidad, la pregunta que deseaba dirigirle era otra: “¿por qué llorabas en los lavabos?”, pero mi curiosidad no era tan incontrolable como para hacerme perder la sensatez.

Durante los ensayos posteriores, descubrí que dos procesos paralelos se iban desarrollando, a medida que nos acercábamos al concierto. Mientras el maestro nos conducía de la mano hacia versiones memorables de Prokofiev y Shostakovich  - nunca la orquesta había sonado así; nunca más volvería a sonar así -, mi  compañero de atril, a quien yo examinaba secretamente desde el día de los lavabos, parecía sufrir un desmoronamiento progresivo.

Andrei, violinista experimentado, curtido entre orquestas de alto nivel, cometía errores propios de un novato - lapsos, entradas falsas, descuidos de afinación- en obras que debía conocer prácticamente de memoria. En ocasiones, dejaba de tocar y fijaba sus ojos en el viejo director, con la misma expresión de quien viera una explosión atómica en el horizonte, y entonces yo, hostigado por el desamparo, redoblaba mi actividad para llamar su atención hasta que él reaccionaba.

La víspera del concierto, al final del ensayo general, todos aplaudimos con entusiasmo cuando la batuta se detuvo. Andrei, que durante aquella última sesión había vuelto a su corrección y serenidad habituales, se quedó sentado, con la mirada absorta en el suelo de parqué, mientras los demás saludaban al maestro o abandonaban el escenario.

A la salida del teatro, una tormenta de verano abrazaba la ciudad, y cada cual corrió, aferrado a su instrumento, en busca de refugio. Sin paraguas, y a varias manzanas de la estación de metro, preferí esperar a que la lluvia arreciara, cenando en el primer bar que me salía al paso. Recuerdo que me sentí agotado, y agradecí no encontrar colegas en aquel local diminuto.

A los pocos segundos de sentarme en la barra, la voz de Andrei me golpeó en la nuca - “noche terrible, perdón si te molesto” - y al darme la vuelta, lo vi plantado frente a mí, protegiendo el estuche de violín con la cazadora y calado desde la calva hasta los zapatos. Le invité a sentarse a mi lado, y en ese momento comenzó una larga y extraña noche.

Andrei hablaba con acento melifluo en un español correcto; sus frases, rematadas a veces por el trueno o el fragor de la lluvia, eran sorprendentemente precisas, incluso hermosas. Tan solo al final de la noche, el alcohol consiguió que se deformara su discurso, y se colaran expresiones en ruso, y acaso en otro idioma desconocido para mí.

Visitamos un par de tugurios y nos despedimos, tambaleantes, en algún lugar cercano al paseo marítimo. Recuerdo un último abrazo de borrachos, mientras el sol asomaba tímidamente entre las grúas del puerto. Cuando desperté, el malestar físico de la resaca se confundía con la pesadilla que Andrei – aún hoy en día, ignoro el por qué -había querido compartir conmigo.

La noche del concierto, el público acudió en masa para ver a su mito, y éste no les defraudaba. La sinfonía “clásica” de Prokofiev cerró la primera parte con un aluvión de aplausos que duró más de diez minutos. Andrei, por su parte, se comportó con absoluta normalidad en lo que se refiere a su labor, y durante la pausa, se mantuvo distante conmigo, pero conversó con desenfado en un círculo de compañeros. Llegué a creer que el encuentro de la noche anterior había sido una fantasía elaborada mientras yo escuchaba la tormenta desde la barra del bar.

La sexta sinfonía de Shostakovich completaba el concierto. El Largo inicial semeja un Via Crucis dilatado y desolador que acaba derivando en una suerte de marcha fúnebre, cuyo punto álgido se halla en el compás 103. En el compás anterior, el entramado orquestal alcanza la máxima tensión, antes de estallar. Ahí es donde Andreí se levantó y gritó.

Primero fueron nombres – “Kirill Alexandrovich Bogdanov, Vadim Efimovich Beliayev, Mariya Yurievna Orlova…”-, alrededor de doce nombres enumerados con meticulosidad, como si cada sílaba sostuviera el universo, mientras Andrei empuñaba el arco, apuntando al corazón del anciano. Éste permanecía con el gesto congelado, batuta en alto, anticipando un fortíssimo que no iba a sonar jamás, mientras orquesta y público se habían transformado en efigies enmudecidas por el asombro.

Cuando concluyó la relación de desconocidos, Andrei embistió con su corpulencia, derribando atriles y partituras, rumbo al podio del director, mientras vomitaba en su idioma lo que parecía una diatriba acusatoria. El viejo soltó su batuta e inició una grotesca danza de contorsiones en un intento absurdo por escapar de su prisión con ruedas. La intervención de algunos músicos pudo evitar la agresión final.

Lo último que recuerdo de aquella noche, es la imagen operística de un escenario caótico, en el que destacan dos figuras inmovilizadas, dos rostros enfrentados: uno ardiendo de cólera, el otro pálido de espanto.

Más allá del alboroto y el escándalo, la reacción de Andrei no me sorprendió; yo sabía, desde su confesión durante la noche de borrachera, que él iba tomar una determinación. Pudo haber elegido el silencio, la aceptación del peso de la historia, que aplasta las tragedias efímeras y las despoja de cualquier capacidad de reivindicación. Pudo haberse obligado a borrar de la memoria,  las ausencias inexplicables, las desapariciones súbitas de amigos y familiares ante sus ojos infantiles.  Pudo haber finalizado el concierto y consentir que aquel delator, cómplice de un régimen que se alimentaba de asesinatos para sobrevivir, fuera ovacionado como un artista excepcional. Tal vez deseó esa opción y no pudo asumirla. Tal vez su estallido  en el compás 102 fuera el único sendero posible para un corazón estrangulado por un pasado demasiado doloroso.

El suceso se convirtió en un caramelo para los medios, y algunos titulares fueron especialmente crudos – El icono del mundo musical soviético, denunciado públicamente por un compatriota– si no grotescos - Las victimas de Stalin resucitan sobre el escenario del Teatro Nacional - , pero aunque algunos colectivos se movilizaron tímidamente, el caso no llegó mucho más lejos. Por lo demás, Andrei  - sin pruebas, sin dinero, sin gran deseo - nunca pretendió acudir a los tribunales. Su gesto fue teatral y en cierto modo inútil, pero imprescindible para la memoria de los muertos, y para el sosiego de su propia conciencia.

El anciano director no volvió a empuñar la batuta desde aquella noche memorable y murió diez meses después en un hospital de Ginebra. La polémica nunca estuvo ausente en los actos de homenaje.

A Andrei, mi compañero de atril, le perdí la pista por completo. Probablemente regresara a su país, ya que, después del incidente, se convirtió en persona non grata para el mercado laboral.

Han pasado veinticinco años, y yo tengo ahora la edad de Andrei por aquel entonces. A menudo recuerdo la noche en que la tormenta nos juntó, y afloraron verdades terribles y dilemas desgarradores. “También es pecado aniquilar a un gran artista”, confesó, mientras contemplábamos el amanecer desde el paseo marítimo. Entonces me pareció oír en el interior de su alma, el estrépito de una lucha encarnizada entre el anhelo de justicia y la veneración al viejo maestro.


lunes, 23 de marzo de 2015

FRAY RENATO (un cuento medieval)

                                                                                                  I

Una remota mañana de noviembre - hace ya varios siglos - el sonido de la campanilla quebró el silencio en el interior del monasterio de San Juan Bautista, anunciando la llegada de un visitante. Al abrir el portón, el hermano guardián halló a un mendigo aterido de frío que, apelando con insistencia a la hospitalidad que caracteriza a los benedictinos, suplicaba cobijo y manutención por un breve periodo, antes de reanudar su peregrinaje a Tierra Santa.

El Padre Justino, Prior de aquel convento, aceptó al refugiado y mandó acomodarlo en una celda vacante bajo la condición de que, durante su estancia,  acudiera al Oficio Divino y participara de la plegaria como un miembro más de la congregación. El vagabundo besó el anillo del Abad y agradeció a Dios, con lágrimas en los ojos, el haber guiado sus pasos hasta aquel reducto de caridad.

San Juan Bautista alzaba su humilde edificación en una campiña donde se alternaban las arboledas y los terrenos ganados al bosque donde crecían las viñas.  Ocupaban sus celdas catorce monjes que dedicaban las horas al cultivo de la oración y de la tierra, y si bien la abadía era pequeña y la producción de vino escasa, una buena administración permitía, a pesar del rigor de los tiempos, cubrir las necesidades de las austeras almas que albergaba.

Quiso la providencia que el forastero resultara ser un mañoso embaucador y bellaco trotamundos, capaz de vender a su propia madre y a sus propios hijos, si los hubiere, por una sola moneda de cobre. Sucedió, pues, que tal lobo fue a caer entre tales corderos, de modo que no pasaron dos días antes de que el infame desapareciera en plena noche cargado con la cruz votiva - pieza de oro y pedrería - que pendía de una cadena, tras el altar. Los ojos del depredador habían adivinado el valor de aquel objeto mientras fingía sumirse en la oración durante los Oficios. Nadie en el convento se percató de aquella acción furtiva, pues el estruendo de una tempestad de nieve acompañó al ladrón en su evasión.

 En la madrugada se descubrió el hurto y al poco, todos los monjes se apretujaron en la sala capitular en torno al Padre Justino. La desolación reinaba en la pequeña estancia ya que la cruz - herencia secular del monasterio y tesoro a preservar por la comunidad-era muy estimada por los buenos frailes. El Prior habló:
"Ved, hermanos, como el Maligno manipula a las almas débiles, empujándolas hacia la abyección.  Nuestra caridad ha sido pagada con oprobio, nuestra hospitalidad con traición. Entended, pues, que el Señor nos alecciona en nuestra propia casa sobre la flaqueza consustancial a todo ser humano. Roguemos a Dios por el alma de este desdichado para que no se enfangue aún más su espíritu. "

Catorce coronillas rasuradas se inclinaron a un tiempo y rezaron durante unos minutos. Para clausurar la reunión, concluyó el padre Justino:
"En cuanto a la cruz, mañana daremos cuenta de ello a la autoridad. Mientras tanto no hay más que hablar. Volvamos a nuestras cotidianas labores."
Cada cual, sosegadamente, regresó a su tarea con aire de resignación.

Aquella misma tarde, un puño impaciente sacudió el portón; Juan, el viejo recadero que abastecía al monasterio, gritaba a los muros: "¡A la paz de Dios, abrid, que vengo acarreando a un peregrino! ¡Abrid, que está malherido!". Los monjes salieron hasta el pórtico en tropel y, asombrados, contemplaron el cuerpo desmadejado del ladrón sobre la carreta de Juan. El viejo se descubrió ante el Padre Justino y habló así: "Con mis respetos, Reverendísimo, éste está casi para que lo entierren. Tiene una pierna partida y una brecha en la frente que parece una segunda boca. El desventurado debió resbalar en el hielo y fue a parar al barranco, tras la loma de ahí enfrente, junto al olivo grande, que es donde lo encontré. Por la indumentaria parece peregrino."

El Prior se acercó al accidentado y pudo apreciar la herida profunda, cercana a la sien, las magulladuras en las piernas y algunos signos de congelación en rostro y manos. Parecía aletargado o muerto, pero un leve movimiento del pecho indicaba que todavía quedaba vida en él. Sin dejar de observar al malherido, se dirigió el Padre Justino al carretero:"este peregrino estuvo hospedado aquí. Ve en busca del cirujano" y a los monjes: "llevadlo a la celda que ocupaba y limpiadle la herida". De inmediato, el cuerpo fue apeado cuidadosamente y transportado al interior.

Cuando quedaron solos ante el pórtico, el Prior tomó del brazo al viejo y le susurró al oído: “Escucha Juan, ¿llevaba este infeliz algún bulto consigo?". "No, que yo sepa, Reverendísimo", respondió el otro, "no más que ese zurrón que recogí junto al olivo grande, donde cargaba un pan, un queso y un cuchillo de monte".

"Juan es un alma fiel, no hay que dudar", consideró el fraile mientras contemplaba los surcos que el carro había dejado sobre la nieve al alejarse. Cuando se cerró el portón ya anochecía.

II

Pasaron cinco semanas antes de que el convaleciente acudiera al refectorio con la ayuda de uno de los hermanos y el apoyo de una vara. Atrás quedaban muchos días de fiebre, sopor y dolores intensos; noches espantosas en las que el delirio y la vigilia se confundían en un calvario que parecía no tener fin. En su primera visita, el cirujano consideró tan cercana la muerte de aquel hombre que se limitó a coser la herida e introducir un guijarro de opio en su boca mientras aconsejaba al Prior que preparasen un hueco en el camposanto del monasterio. “No era menester acudir a mí por este agonizante, y menos con la que está cayendo” concluyó el galeno con fastidio antes de trepar de nuevo a la mula de Juan.

Sin embargo, entre convulsiones, jadeos y alaridos, sobrevivió a aquella noche y también a las siguientes. Durante tres semanas, el hermano Gerardo, versado en algunas drogas y remedios vegetales, elaboró pociones y ungüentos, el hermano Camilo, el cocinero, guisó caldos nutritivos, a base de tuétano, clavo y licor de cereza, el hermano Damián cubrió la pierna fracturada con apósitos encerados y, de un modo u otro, cada miembro de la comunidad colaboró en lo posible en la curación y el restablecimiento del singular huésped. Todo ello a instancias del Padre Justino que, dirigiendo y supervisando el tratamiento, mantuvo una atención constante sobre la evolución del enfermo. Éste, que durante aquellos días y noches no emitió palabra alguna, aceptaba con mansedumbre los cuidados que se le iban brindando, si bien su mirada ausente y su mutismo hicieran pensar que el golpe en la frente le había truncado la razón.

Ahora, en el refectorio, los frailes miraban de reojo hacia aquel rostro consumido que se inclinaba sobre el cuenco de sopa, mientras el hermano Tobías leía en voz alta el libro sagrado desde el facistol:

“...entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete. Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos...”

Desde el día de la segunda llegada del falso peregrino, ninguno de los frailes se había referido abiertamente a la cruz desaparecida; hombres habituados al silencio y a la obediencia, vivían el suceso con la expectación puesta sobre su superior, vehículo - entendían ellos - de la voluntad y justicia divinas. A veces, cuando había más de un fraile en la cocina o en los huertos, se bisbiseaba un comentario alusivo, fruto de la curiosidad y de la impaciencia, que al punto era acallado siempre del mismo modo: "Mejor es no lucubrar sobre lo que no nos incumbe. El padre Justino, en cuyas manos estamos, es sabio y misericordioso. El Altísimo guiará su proceder". Y así fueron pasando las semanas hasta aquel día en que el convaleciente acudió al refectorio para comer por primera vez fuera de su celda. Durante la velada, el Abad se sintió vagamente hostigado por la mirada interrogante de los monjes y decidió acudir aquella misma tarde a la celda del convaleciente.

El aposento apenas daba cabida a un estrecho catre de paja y a un sencillo reclinatorio de madera basta que se enfrentaba a la pared del fondo, de donde pendía un crucifijo. Cercano al techo, un ventanuco diminuto permitía la entrada a una porción del sol de la tarde. El padre Justino entró con sigilo y halló al enfermo sentado en la litera, con la mirada fijada en el haz de luz que surgía de lo alto; se sentó a su lado. Cuando el otro volvió el rostro, el fraile vio ante sí a un hombre fustigado todavía por el sufrimiento físico y el cansancio extremo; su cabello había encanecido por completo y su mirada - cuya chispa de picardía recordaba aun - había perdido el brillo de la juventud. Frente a aquella criatura doliente, el Abad estimó que la ira de Dios es a veces despiadada con los pecadores.

"¿Sabes quién soy?", le preguntó. "Vos sois la autoridad aquí", contestó el enfermo. Y el fraile respiró aliviado al comprobar que el hombre razonaba y hablaba correctamente. Cuando se le requirió su nombre y procedencia, alzó de nuevo la mirada hacia la luz y habló pausadamente: "A menudo, durante estos días, me he hecho la misma pregunta y no hallo la respuesta. Mi cabeza está vacía de recuerdos, mi memoria seca".

“¿No recuerdas haber estado aquí antes? ¿Esta celda, este jergón?", continuó el Abad. El interpelado miró entonces hacia el suelo y negó con la cabeza. Entonces el monje, agitado por un fuego interno, le tomó la barbilla y alzándole el rostro insistió: "¿y a mí, me recuerdas?". El otro le miró a los ojos y volvió a negar. Y en aquel momento, mientras contemplaba aquella mirada franca, el padre Justino advirtió que otra pregunta nacía en su vientre y trepaba hasta su garganta: "¿Recuerdas la cruz de oro, aquella que arrancaste de nuestro altar?" pero se mordió los labios y calló. Siguió un silencio extraño; la respiración agitada del Abad llenaba la celda y el enfermo, con los ojos entornados, como si pretendiera divisar el pasado a través de la niebla, habló:

"Hubo tribulaciones, hambre, prisión tal vez...pero no veo rostros ni lugares. Y finalmente, oscuridad y frio, como en el reino de la muerte."

Aquella noche, el Padre Justino soñó que torturaba cruelmente al falso peregrino para obligarle a revelar el paradero de la cruz; el infeliz imploraba clemencia desde el potro. Cuando emergió de la pesadilla, lloró el religioso como no lo hacía desde la infancia.

Antes del alba, tras la plegaria de la Hora Prima, reunió a los monjes en la sala capitular y declaró su decisión respecto al huésped. Todos los presentes recibieron sus palabras como un veredicto divino:

"Este hombre", concluía su discurso, " cuyo olvido de todo lo vivido vuelve puro, será rebautizado como Renato ya que ha renacido entre nosotros sobreviviendo al pecado y la ignominia. Se olvidará su falta porque otra alma, en otra vida, la cometió. Que nadie le refiera aquel suceso. Cuando se reponga de sus males, volverá al mundo, y que Dios le proteja entonces y se apiade siempre de todos nosotros."

Un unánime Amen llenó el aposento. Mientras tanto, Renato dormía aun, arrullado por los murmullos del amanecer.

III

Pero Renato, cuyo restablecimiento no se completó hasta cuatro meses después de su llegada en el carretón del viejo Juan, no regresó al mundo, como vaticinara el padre Justino.

Durante aquel tiempo de convalecencia se condujo, a pesar de las limitaciones, como un monje más; acudía a todos los Oficios, se ajustaba a los rigores del horario y ayudaba también en las tareas. El hermano Gerardo le tomó un día de la mano y lo arrastró hasta el scriptorium . Allí, cada mañana, el buen fraile instruía a Renato sobre la lectura y la escritura, de modo que a finales de marzo ya pudo leer - con dificultad y a trompicones - algún fragmento de la Biblia. También los quehaceres del campo le agradaban, hasta el punto de que a menudo se le llamaba la atención cuando abusaba - dado su estado todavía frágil - de la azada o el rastrillo. Se adaptó pues, de tal manera, a la vida monacal que durante aquellos meses de invierno, su conducta discreta, su buena disposición hacia las labores y un cierto candor que transmitía su mirada, ganaron el afecto de los religiosos. Nadie hablaba ya en San Juan Bautista de la cruz desaparecida - la cadena seguía oscilando, huérfana, tras el altar -; tampoco nadie trataba a Renato con la desconfianza con que se trata a un ladrón converso. Pareciera que el monasterio entero regresaba a la senda del sosiego y la bienaventuranza.

Cuando llegó la primavera, Renato pidió audiencia con el Abad Justino y le fue concedido acudir a su celda. Le sorprendió comprobar que la alcoba del superior del convento no era diferente a la suya.  Como la última vez, ambos se sentaron sobre el catre y se miraron a la cara. Renato habló con emoción:

"Padre Reverendísimo, gracias a vuestros cuidados he vuelto a la vida; os la debo. Sé también que la hora de partir ha llegado. Mi cojera y mis cicatrices no me impiden salir al mundo, pero mi corazón se duele cuando pienso en lo que aquí dejaré: esta casa, mis hermanos, los viñedos, vuestra santa protección…"

El Padre Justino, que de un tiempo a esta parte presentía los deseos de Renato, preguntó: "¿Sientes realmente la llamada de Dios o acaso es sólo miedo a la vida exterior?".
Súbitamente, Renato se arrodilló ante el monje: "¡Enseñadme la Regla, Reverendísimo! ¡Ponedme a prueba y sabré responder a esa pregunta!", exclamó con vehemencia.
El Abad accedió.

Siete años transcurrieron desde que Renato se inició como postulante hasta su ingreso definitivo en la Profesión Perpetua, como miembro de la Orden. Fue un periodo de trabajo incesante y honesta entrega. Renato había intuido que su vida debía transcurrir en San Juan Bautista, consagrado a los quehaceres sencillos, el estudio y la plegaria, y por tal motivo se esforzó en merecer el privilegio de vivir allí. En cualquier caso, la admisión definitiva no fue más que un mero trámite; para la congregación, Renato era Fray Renato desde hacía ya tiempo.

IV

El mundo interior de un monasterio semeja un lago de alta montaña. Los torrentes nacidos en la cima desembocan en su lecho, otros tantos riachuelos lo desaguan hacia el valle y en cambio, se nos ofrece inmóvil la superficie, sin indicios de las corrientes que lo atraviesan, de tal manera que aunque sus aguas se renueven en permanente flujo, la apariencia es pétrea, cristalina, ajena al cambio.

De igual modo, las almas que se afanaban por imitar la ley de Dios en San Juan Bautista parecían figuras eternas en un recinto mágico, atemporal y sin embargo, también los monjes nacen y mueren, y se reemplazan los miembros de las comunidades, y al cabo de las décadas nadie recuerda ya los nombres y semblantes de las anteriores generaciones.

Fray Renato, que llegó a habitar durante cincuenta años entre aquellas paredes, fue testigo de esas mutaciones discretas, casi imperceptibles. De aquellos buenos frailes que un día le acogieron no quedaba ya otro rastro que algunas cruces de madera poblando el camposanto. También el padre Justino descansaba en el seno del Señor desde hacía tiempo; otros hermanos le habían sucedido en el cargo tras su muerte. Y ahora era Renato, el muchacho que atravesó moribundo y proscrito el pórtico del monasterio, quien ejercía las funciones de Abad desde hacía tres lustros. Los méritos que le llevaron hasta ese grado pudieran sintetizarse en dos virtudes: servicio al prójimo y amor al trabajo. Considerado una autoridad en el estudio del Libro sagrado, sus dictámenes eran tomados como modelo de justicia y bajo sus directrices el convento prosperó en todos los ámbitos.

A menudo se preguntaba Fray Renato si era merecedor del respeto y la veneración que le rendían los frailes a su cargo. Él, que era tenido por sabio y poco menos que por santo, sentía que cuanto más se acercaba su fin, más le inquietaba aquel territorio oscuro, impenetrable, que escondía la primera etapa de su vida.  A pesar de que siempre había convivido con el interrogante sin mayor preocupación, repitiéndose a sí mismo que no existe aquello que no se recuerda, sabía que estaba atravesando su último invierno – los signos de su cuerpo eran inequívocos – y la incógnita sobre su origen le atormentaba. “Es aberrante morir”, se decía, “ignorándolo todo sobre el propio nacimiento”.

Una noche en que la ventisca azotaba los muros del convento, Fray Renato soñó su último sueño: El buen Padre Justino, cuyos ojos parecían de fuego, le invitaba a sentarse junto a él, en la vieja litera. Renato, deslumbrado, preguntó: “¿Estoy ya en la otra vida, Reverendísimo?” y el antiguo Abad susurró a su oído: “no puedes partir, hijo mío, sin reponer aquello que arrebataste”. Después tomó un espejo de su propio regazo y lo enfrentó al rostro de Renato. Encerraba aquella esfera la visión de lo que estuvo oculto durante tantos años; vio una aldea en ruinas y caballos devorados por las ratas, vio soldados de hierro con antorchas y largas procesiones de enfermos y mendigos. Vio, al final de un sendero, la silueta de San Juan Bautista y el rostro del Padre Justino, que le acogía. Después se vio a si mismo enloquecido por el dolor y el frio, escarbando en la tierra con sus manos heladas. Finalmente, vio una cruz de oro, sepultada al pie de un gran olivo.

El anciano Renato despertó, enardecido por un intenso anhelo. Se alzó del camastro, tomó su manto y, enfrentado al vendaval, se sumergió en la noche. Horas después, al observar que el Padre Abad no respondía a la llamada para la Hora Prima, acudió un monje a su celda y le halló sin vida, tendido sobre el camastro. El semblante del difunto revelaba sosiego y sus ojos, abiertos al infinito, reflejaban la dicha de los justos. Sobre el pecho, sus manos aferraban una espléndida cruz de oro y pedrería.

Como es de suponer, el suceso rompió la quietud del monasterio y alborotó las villas del entorno durante una temporada. Los paisanos más ancianos hablaron de la cruz extraviada que aún recordaban de su infancia y que el cielo había devuelto a las manos del Abad,  y el  pueblo acudió en multitud para venerar por igual el objeto sagrado – restituido ya al altar - y el cuerpo expuesto del fallecido. El llamado "milagro de Fray Renato" estuvo en boca del clero y los aldeanos durante un tiempo; después, el hálito de Dios – como quien dice - abandonó la comarca, y al cabo de unos años y algunas guerras y hambrunas, muy pocos se acordaban ya del insólito suceso.

Es grato imaginar, sin embargo, que el buen Abad Renato alcanzó el Paraíso y que llegado a su umbral – que no era otro lugar que el pórtico de San Juan Bautista – fue recibido por aquellos hermanos que una mañana ya remota le acogieron. Y en ese mismo pórtico, el Padre Justino le dio la bendición antes de entrar en la Gloria.

domingo, 1 de marzo de 2015

ANUNCIACIÓN



Durante la clase de religión, en una tarde que el recuerdo resucita dorada y lánguida, sentí la urgencia súbita de vaciar mis intestinos, mientras sobre el pupitre de madera cruda, un ángel impreso en colores pálidos anunciaba a Maria la llegada milagrosa del Redentor.

Aquella ilustración ya me era familiar mucho antes de que el maestro llegara a leernos el texto que la acompañaba. En más de una ocasión, durante mis exploraciones en el interior de los libros escolares, me había llamado la atención la escena sagrada – una joven tocada de azul celeste, junto a un ventanal gótico, y el alado mensajero, en posición orante, frente a ella – y por algún motivo desconocido, había despertado en mí el ansia del futuro instante en que el discurrir de los días de escuela desembocara en esa precisa lección.

Los niños, sabedores de que solo el presente existe,  suelen manipular las conjeturas temporales con desenvoltura, como si se tratara de un puzzle en el que las piezas encajan siempre,  porque son flexibles y maleables. La Anunciación de la Virgen, plasmada en aquella página, era una pieza del futuro, encastada en el presente, o viceversa; el anticipo, en todo caso, de un momento que había de llegar inexorablemente. Más allá de ese anodino aviso, no recuerdo que la imagen despertara en mí mayores inquietudes, pero el hecho de que el esperado – absurdamente esperado – momento coincidiera con aquella presión insoportable y el ferviente deseo de que la clase finalizara, supuso para mí una decepción, aun consintiendo que la vida transcurre – y ya entonces lo intuía – como un rosario incesante de decepciones. La enigmática expectativa naufragaba finalmente en una desagradable emergencia fisiológica.

Cuando llegó la hora del recreo, corrí hasta los urinarios del patio pero no llegué a tiempo; al abrir la puerta del retrete noté, con terror y placer, que un calor sólido brotaba de mis entrañas e hinchaba mis pantalones de colegial. Con ocho años de edad y un rollo de papel de wáter, borrar las huellas de la catástrofe era tarea abocada al fracaso, y así quedó demostrado cuando al reanudarse la clase, los compañeros más cercanos a mi pupitre informaron  al maestro, tapándose la nariz con una mano y señalándome con la otra.

Los niños son flexibles, resisten los embates de la tormenta con mayor solvencia que los adultos. Yo sobreviví al incomprensible escarnio – tampoco hoy en día consigo entender que hay de divertido en el sufrimiento ajeno – que el maestro no sólo no censuró sino que alentó con su máscara de perpleja repugnancia, aunque aquel bullicio de risas crueles me acorralara hasta el llanto, que es el refugio final de la impotencia.

Fue el mismo maestro, ya recompuesto y tal vez un poco conmovido por mi desamparo, quien me arrastró de la mano por corredores y escaleras hasta un territorio desconocido para mí. Descubrí que el edifico del colegio, construcción robusta y lóbrega, escondía espacios diáfanos, de utilidad indefinida, sin pupitres ni pizarras, que yo veía desfilar de reojo en aquella carrera por los pasillos. Finalmente, llegamos a una sala inundada por el sol de la tarde,  y el maestro me dejó a solas con una mujer robusta que olía a jabón.

De aquella escena remota no logro recuperar más que algunos trazos: la habitación deslumbrante, el ventanal abierto a un patio trasero con macetas, la canción surgida de un aparato de radio, el alivio por haber escapado del infierno. No recuerdo el rostro de la mujer, pero sí sus manos calientes limpiando mi cuerpo tembloroso, su delantal azul, su voz acariciándome el ánimo, su generosidad natural con aquel niño asustado. Su infinita, abrumadora ternura.

De la tarde lejana, donde se confunden la vergüenza y la humillación con la imagen de la Anunciación de Maria, mi memoria quiere rescatar la dulzura de aquella mujer desconocida, objeto final – he querido creer con los años – del misterioso anhelo por una porción del futuro.

Si acaso, en ese bosque asombroso, poblado de espantos y maravillas, que es la infancia, ella ocupa un lugar singular. Su recuerdo me alienta a pretender que más allá del horror y la perplejidad, algunos fragmentos del universo son hermosos, y su sola existencia lo justifica todo. Me apena reconocer que seguramente no supe darle las gracias. 

viernes, 19 de septiembre de 2014

ANTES Y DESPUÉS

ANTES

Era al inicio de la tarde, ese momento hueco y fronterizo en que el mundo parece retener el aliento antes de abordar el resto de la jornada. "Qué quietud…", pensó el viejo "…los animales descansan a esta hora.". En la llanura ardiente, junto al campamento, algunos niños alborotaban un poco, pero sus gritos y sus risas apenas alteraban aquella atmósfera de sosiego.

El anciano, sentado sobre un baúl, acarició la cabeza de un perrito que dormitaba a su lado. "Si todo acabara aquí..., si finalmente no llegara el momento…", suspiraba.
Súbitamente, el cachorro alzó la cabeza y sus orejas en punta se menearon en todas direcciones. El viejo se puso en pie y dirigió su mirada al horizonte; tras la cordillera pelada asomaban algunas volutas de algodón gris. "Ya está aquí", se dijo. Y casi de inmediato se despertó una brisa húmeda que hizo temblar el paño de las tiendas. 

Se recordó un año atrás, cuando, regresando de los huertos, a la hora del crepúsculo, una fuerza sobrehumana le hizo caer de bruces y una voz indescriptible – como un trueno parlante – le dictó quehaceres insólitos.

Él, campesino ignorante, cargado de hijos harapientos y deudas perpetuas, era requerido desde los abismos celestiales. 

En los días posteriores, se rebeló en vano contra aquellos apremios y en su desesperación, quiso imaginar que era su mente enferma la que transformaba el viento del desierto en la llamada del Creador. Poco a poco, el aliento divino fue penetrando en la sangre de aquel hombre hasta hinchar su corazón con la sagrada convicción de que era el elegido del cielo.

Cumplió con la inmensa, absurda misión y aquella tarde, transcurrido un año de esfuerzos colosales, contemplaba los confines escarpados del desierto, asombrado por el aspecto inofensivo de aquellas nubarrones que coronaban la sierra. 

Después del primer trueno, el perrito gimió y los niños interrumpieron el juego. En ese mismo instante, desde el interior del enorme armazón de madera, llegó un estruendo de pájaros y fieras que ya no cesaría en catorce meses de travesía.
Cuando cayeron las primeras gotas, Noé ordenó levantar el campamento y congregó a los suyos para entrar en el arca.


DESPUÉS

He venido porque me dijeron que los búhos saben escuchar y que a veces dan buenos consejos….Si, gracias… ¿ahí, en el diván? no, no, es imposible; los avestruces no podemos tumbarnos, es una cuestión de anatomía ¿sabe? No se preocupe doctor, estoy cómodo aquí, gracias.

La cosa empezó hará unos tres años… bueno, supongo que ya sabe a qué me refiero. En realidad todo bicho viviente tiene que saberlo; de un día para otro aparecieron aquellos tipos barbudos, montados en camellos, capturando animales a destajo. Eso sí, tenían que ser parejitas y, a ser posible, adultas. En fin, no sé cómo le apresaron a usted, doctor, a mí me pillaron en la pradera, en plena persecución de Irene, la hembra de mis sueños. Irene… de verdad que cuando la evoco, se me llenan los ojos de lágrimas. En resumidas cuentas, era una belleza y un encanto de avestruz. Fingía hacerse la estrecha conmigo y cada mañana jugábamos al pilla-pilla, riendo y agitando las alitas. Generalmente, acabábamos ocultándonos en los campos de cereales donde siempre caía algún beso, y no pasábamos de ahí aunque, entre usted y yo, doctor: ya casi la tenía en el bote. Irene…qué muslitos gráciles, qué hermosas pestañas… Disculpe, doctor, es que me emociono al recordarla…

Pues llegaron aquellos bárbaros y me metieron en una jaula de mimbre, si bien les hice sudar la gota gorda para conseguirlo. A los pocos minutos oí que alguien gritaba "¡Aquí hay una hembra, dame el lazo!". Mi pequeña Irene, pensé, prisionera, como yo… Y entonces me embargó una dulce tristeza al imaginar que tal vez fuéramos a compartir un trágico destino. 

Pero las cosas, doctor, - y usted lo debe saber tan bien como yo - nunca son como uno se imagina, y en los peores casos, el sueño se convierte en horrible pesadilla: mi compañera de jaula no fue Irene sino Sandra, una criatura mezquina y paticorta, la hembra más fachosa de la llanura que, además, estaba enamorada de mí desde que salimos del huevo. Para más inri, mientras nos alejábamos con el carro, adiviné la silueta de Irene contemplándonos desde el trigal y pude apreciar también, por desgracia, al imbécil de Bruno - un jovenzuelo petulante - iniciando los pasos para hacerle la corte. Sé que ambos habrán muerto ahogados - pobre Irene - pero le aseguro, doctor, que hubiera preferido mil veces esa suerte a la mía.

El resto de la historia se lo puede imaginar: la entrada en el arca, con aquel jaleo de bestias de toda condición, las bodegas de la nave, donde apenas se podía respirar, los aullidos, los graznidos, la pestilencia…, en fin, doctor, qué le voy a contar que usted no sepa. Por lo demás, ¿qué se puede hacer en una celda de 4 metros cuadrados durante más de un año, acompañado por una hembra, aunque esa hembra sea detestable para uno? El caso es que al final de la travesía, éramos siete en lugar de dos. Recuerdo las risitas de las hienas, que ocupaban la celda de en frente, cada vez que la estúpida de Sandra soltaba uno de sus enormes huevos.

Y ahora, doctor, nuestra descendencia va a ocupar las praderas. ¿Se da cuenta, doctor? No puedo soportar la idea de que los futuros avestruces que pueblen el planeta van a ser hijos míos y de esa gallina estirada. ¡Qué espantosa perspectiva! Ojala cayera otro diluvio…Ayúdeme doctor, me siento muy deprimido.

lunes, 15 de septiembre de 2014

BALTASAR




Apenas mediaron unos minutos entre el instante en que Baltasar supo que iba a morir muy pronto y el encontronazo a la salida del portal.  Un poco  antes del choque, el doctor había ido destilando su discurso,  con las cejas alzadas y la mirada esquiva,  mientras parecía buscar algún objeto extraviado sobre la mesa del escritorio. Baltasar, entretanto, perseguía con los ojos el movimiento absurdo de aquellas manos coronadas de vello y escuchaba la sentencia con aire distraído; si el doctor estaba en lo cierto, no llegaría con vida a la próxima declaración de la renta, ni tampoco al pago del seguro del coche,  porque la última primavera de su vida habría pasado ya, y Baltasar asociaba la primavera con el pago de impuestos. Esto le hizo sonreír, y el doctor, incómodo,  bajó la mirada.

En ocasiones había imaginado – como imaginamos todos -un escenario similar, figurándose previsibles reacciones ante el anuncio fatal. Ahora, sin embargo, mientras el médico seguía balbuceando instrucciones desde el otro lado de la mesa, no acertaba a sentir más allá de una extraña repugnancia hacia sí mismo, como si ocupara el cuerpo de otro ser humano, de un desconocido. Fue al salir de la consulta, mientras bajaba las escaleras, cuando percibió súbitamente el miedo a la muerte, tan cercano y presente como un perro gruñendo a sus pies. Le faltó el aliento y tuvo que sentarse en un escalón, cubriéndose el rostro. En lo profundo de aquella tiniebla húmeda, se vio a si mismo enfrentado a un territorio yermo y crepuscular donde reinaría el dolor. “Viudo, prejubilado, enfermo, muerto“, se puso a recitar a modo de mantra contra lo insólito del trance, mientras algunos consuelos efímeros iban y venían a su alrededor, como mariposas de humo. Cuando se creyó con suficiente ánimo, se alzó heroicamente para dirigirse hacia la salida. Entonces ocurrió.

Azuzado por el afán fugitivo y la sed de aire puro, Baltasar irrumpió en la calle con tal brío que una joven transeúnte  cayó de bruces en la calzada, a resultas del topetazo. El involuntario agresor permaneció inmóvil y perplejo durante unos segundos,  preguntándose si era aquel otro sueño absurdo dentro del sueño terrible que le había tocado vivir aquella tarde. Acudieron algunos peatones. “Es que no va usted a ayudar?“ le espetó una anciana con cara de asco mientras intentaba alzar a la muchacha del suelo.

Se llamaba Lucia, y había atravesado el Atlántico dos años antes, con la esperanza de encontrar un lugar donde la vida tuviera algún valor. No era bonita, ni tampoco simpática; se hallaba al borde de la indigencia tras un calvario que había desembocado en un reciente desahucio,  y llevaba ya dos semanas durmiendo en casas de acogida. Vivió la caída en la acera con la naturalidad de quien vive un episodio más en su declive.

 Al incorporarse, la chica sintió una punzada en el tobillo y Baltasar se alarmó tanto que insistió en acompañarla hasta el  mismo doctor que minutos antes le había anunciado el diagnostico terminal,  pero ella no quiso ni oír hablar; no tenía seguro médico ni dinero. Ceñuda y renqueando, aferrada al brazo de aquel señor que no cesaba de pedir perdón, Lucia accedió por fin a tomar asiento en la terraza de un bar cercano. La estampa de aquella india bajita y enfurruñada tomando coca-cola junto  a un individuo con aspecto de adolescente decrépito llamaba la atención de los transeúntes.

Cuando agotó el desfile de disculpas, Baltasar optó por enmudecer y hundir la vista en el fondo de su café, dando paso a un largo silencio poblado por el tráfico callejero. Al cabo, armado de valor, le ofreció pagar un taxi que la llevara hasta su casa. Lucia irguió el rostro, adusta y desafiante,– gesto habitual en ella, que no contribuía a mejorar su suerte – y descubrió ante sí dos ojos cansados, teñidos de una indefinida aflicción que, incomprensiblemente,  le trajeron recuerdos de una niñez perdida. Empujada por una repentina conmoción interna pero sin perder la expresión hosca, la muchacha volcó sobre Baltasar su crónica de esperanzas rotas, su naufragio personal, su espanto ante un futuro ciego. La última parte de la confesión le recordó a Baltasar una antigua película italiana de posguerra: Lucia estaba encinta; tres meses atrás, un compatriota suyo, achaparrado y charlatán, se había instalado en su apartamento durante una semana, antes de desaparecer con el lector de DVD y el microondas.

La revelación de Lucia estimuló en  Baltasar la conciencia de que su vida no se iba a alargar más allá de unos meses, y sintió de nuevo el mordisco de la muerte en su corazón. Entonces intuyó oscuramente que el rescate de aquella desdichada era imprescindible para ella, pero aún más para sí mismo.
Contó hasta diez, respiró hondo y habló de una habitación desocupada  en su piso de viudo. Ella le miró, frunció aún más el ceño, y asintió.

Durante los meses posteriores a aquella tarde singular, el jubilado y la preñada – como bautizó el barrio a la pareja – enfrentaron las horas y los días en un combate dulce, febril, desarraigado del tiempo.  Cómplices contra la desventura, buscaron la manera de construir un destino propio, sin más armas que el presente y la voluntad de compartir la vida. No hubo entre ellos intimidad física ni sentimentalismo; Baltasar conservó su trato tímido y solicito, Lucia su severidad y su férrea ternura.

Durante la última fase de su enfermedad, Baltasar se ayudaba de Lucia para caminar, y ambos revivían la escena invertida de la tarde ya remota.

A finales de Abril, Baltasar, que agonizaba en una habitación resplandeciente de azul y blanco, sufrió durante dos días la ausencia de Lucia; sus visitas  - las únicas que recibiera - se habían interrumpido inexplicablemente, y el moribundo temía no poder despedirse de la muchacha, cuyo embarazo llegaba a su fin. Al amanecer del tercer día, una insondable tristeza consiguió devorar el sufrimiento físico, pero hacia el mediodía,  el dolor se intensificó y decidieron aumentarle la dosis de sedante. Estuvo soñando toda la tarde con fragmentos de su pasado, engarzados sin coherencia, y cuando despertó, el sol anaranjado dejaba sus últimas pinceladas en la pared desnuda. Un cansancio amargo le secaba la boca, y al intentar alcanzar el vaso de agua, descubrió a Lucia sentada a su lado.

Le costó reconocer aquel rostro encendido de dicha en el que resplandecía una sonrisa franca y hermosa. “No sé si estoy soñando“, susurro Baltasar desconcertado. “Se llama Baltasar“, dijo Lucia con voz transfigurada; y una mano diminuta y un tenue lloriqueo surgieron de su pecho.
Cuando la muchacha abrió su chal y dejo al descubierto el cuerpo desnudo del niño,  Baltasar creyó recordar que en algún momento, miles de años atrás, había deseado tener un hijo.

Entonces Lucia tomó la mano de aquel hombre,  pero Baltasar ya no alcanzó a sentir la calidez del contacto.

sábado, 30 de agosto de 2014

UNA CANCIÓN ANTIGUA



Me la cantó pequeño buey durante la hora de las moscas, cuando el sol se enfurece con la tierra,  y los hombres y las bestias se ocultan como pueden para no sufrir el destino de nuestro río, que años atrás acariciaba los lindes de nuestra aldea y ahora no es más que un surco cegado por piedras y matorrales secos. Le llamaban pequeño buey porque se pasaba las horas vagando con la manada, imitando con bufidos y sacudidas a los animales que le rodeaban y ostentando dos astas de madera, sujetas a la frente con cordeles de lino.

Había sido un poderoso hechicero en el poblado de los cazadores de antílopes que hay al otro lado de la cordillera, – al menos eso contaba mi padre, y puede que fuera cierto porque mi padre apenas hablaba y nunca mentía – hasta que el espíritu de una mujer pantera se apoderó de su corazón y le desposeyó de su autoridad de mago y también de su juicio. De modo que abandonó el que fuera su imperio y deambuló por las montañas de cal, alimentándose de arañas, hasta llegar a nuestro poblado, donde cayó a cuatro patas por el peso de sus tribulaciones, y así se mantuvo mientras vivió; o eso parece, porque nadie volvió a verle sobre dos pies.

En la aldea,  las ubres de las vacas y las sobras que las viejas lanzaban al vertedero, impedían que pequeño buey muriera de hambre, y nunca nadie de entre nuestra gente le apaleó ni le apedreó; ni siquiera los niños. Se le ignoraba, como se ignora una roca o el olor del estiércol, pero había también un espanto oculto entre nosotros porque sabíamos que pequeño buey, a pesar de su aspecto y sus ademanes, seguía siendo un brujo, y no es prudente hostigar a un brujo.

Yo, como otros niños,  vivía fascinado por pequeño buey. Aún hoy, en los últimos días de mi vida, conservo el recuerdo de la fiebre que me atraía sin remedio a la compañía de aquella criatura. En las horas de fuego, cuando la aldea se refugiaba en la sombra, siempre le hallaba tumbado junto a las acacias, babeando y mugiendo débilmente con los ojos en blanco. Yo le acechaba desde los matorrales, con mi cuerpecito inmóvil y el corazón enloquecido, y él fingía no darse cuenta de mi pequeña presencia, aunque ambos sabíamos que aquel era nuestro momento común, nuestra isla. La voz de pequeño buey se alzaba entonces sobre el rugido de las cigarras y, sin abandonar su postura bestial, salmodiaba sus baladas.

Nunca supe si aquellas canciones surgían de sus días de hechicería  - huellas de un mundo arcaico -o brotaban espontáneamente, como un atributo más de su talante disparatado, pero cuando pequeño buey cantaba en el fragor del mediodía, yo bebía sus palabras como agua recién salida del pozo.

Tan sólo una de las canciones ha sobrevivido a mi memoria; el resto se debió disolver bajo la luz de la luna. O quizás pequeño buey repitió miles de veces la misma tonada y yo la escuché cada tarde como si fuera la primera vez.

Ahora, acuclillado en la entrada de la choza mientras espero la noche,- ¿o es a la muerte a quien espero? – vuelvo a canturrear la canción de pequeño buey y saboreo el recuerdo de su voz áspera y remota:

Vuela de rostro en rostro,
invisible y veloz atraviesa la noche
para robar los frutos del dolor.
Ladrón de lágrimas, ¿qué harás con tu botín?
¿Para quién atesoras la cosecha de duelos,
desazón y miserias?
Ladrón de lágrimas, ¿Adónde vas ahora?
Voy a los campos de Dios, a la aldea sagrada
donde vive el Supremo,
llenaré con mis hurtos la cisterna
y el Padre celestial, cada mañana,  
sumergirá su cuerpo para borrar los sueños
que la noche trajera.
Vuela de rostro en rostro
invisible y veloz atraviesa la noche
para robar los frutos del dolor.
Ladrón de lágrimas, no vayas lejos,
mi dolor será tuyo sin que fuerces la entrada.